miércoles, 16 de agosto de 2017

LAS CAMISAS SOBRE EL PETO

En algún lugar de Flandes. 

El cuadro retrocedía.
Al son cansado del tambor nos retirábamos hacia las posiciones de partida. 
Delante nuestro el reducto enemigo humeaba y las piedras de los muros se decoraban con chorreones rojizos.
Detrás se quedaban los compañeros caídos de los que nadie se encargaba. 
Paco, Pedro, Diego... Se quedaban allí tirados como espantapájaros derribados por el viento.

El aire húmedo de Flandes mecía los jirones de las banderas ajedrezadas y se colaba entre las juntas de los petos secándonos el sudor del combate y cambiándolo por un escalofrío que te recorría la espina dorsal como una centella helada.
Las picas en alto asemejaban un bosque de álamos que se balanceaban con la brisa. 
Los hombres procuraban evitar que las astas se tocasen, pero, pese a su esfuerzo, las maderas se rozaban a veces.

-¡Cloc, clac, clooc!- parecían campanas lejanas que tañían a muerto.

El cuadro se retiraba... El tambor tocaba lento mientras íbamos retrocediendo y el enemigo disparaba sus cañones.
Gracias al cielo el barro se tragaba las balas y el daño, aunque terrible, era soportable. Mucho peor eran los cañonazos en seco, ya que en terreno apropiado las bolas macizas podían destrozar a varios hombres al ir rebotando contra el suelo.

¡BOUMMM! ¡Fuuuuussssssssssss!

- Ha pasado alta, camarada...
- Mejor... ¿Cuántos has contado, Malagueño?
- ¿Cañones...?
- Si...
- Creo que hay ocho... Tres de "a doce" y cinco de "a ocho"...
- Pardiez...
- Si...

El sol del atardecer cubre el campamento produciendo destellos dorados entre las moharras de las picas y los petos de más precio que pasean los caballeros entre los fueguecillos que se van encendiendo por doquier.
Se oyen risas y reniegos, voces roncas, cuchicheos, confesiones y juramentos. 
Tintineo de dagas y espadas al cinto, meneo de barajas viejas y sobadas, dados que ruedan, vino que corre generoso en jarras desportilladas.

Mientras el atardecer deja que se escurra despacio el frío sol holandés sobre el horizonte, llegan a mi posición el Sargento y el Capitán:

- ¿Vuestra merced contó bien la artillería enemiga...?

- Tanto como se puede contar bajo el fuego de la misma... Ocho piezas, tres de "a doce", seguramente procedentes de algún barco.

El Sargento permanece impasible. 
Al Capitán se le nota, un poco, el peso de la responsabilidad. Aquellos cañones son la garantía de más muertos y mutilados que tendrá que sumar a su ya extensa cuenta personal.

- Pardiez- dice- esos jodidos cañones...

- ¡Habrá que clavarlos...!- las palabras del Sargento son como un trabucazo en mitad de la cara.

Siento la mía ponerse colorada y arder como si me hubiese alcanzado, en verdad, una bala enemiga.

Sin decir palabra termino mi ración de vino, que me sabe a gloria, ciño mi cinturón con lo que hablan cantarinas la espada y la daga, para mirar a mis oficiales:

- ¿Viene alguno de vuestras mercedes...?

Ambos permanecen mudos. El Capitán escarbando el fango y el Sargento haciéndose el sueco, el noruego y el persa. 

- Escoja a sus hombres y que haya suerte...- dice el Sargento.

- Al amanecer el Tercio avanzará de nuevo tenga éxito vuestra merced, o no...- El oficial ya no escarba el lodo, ahora me mira por derecho con aquellos ojos azules como lagos helados.

No digo ni que sí ni que no, en milicia los planes no suelen salir bien y nunca se sabe lo que puede suceder. 
Y menos todavía en una encamisada.

No hay luna pero todo el campo está iluminado por un leve resplandor rojizo.
Entre las antorchas enemigas, los incendios y los fueguecillos del campo propio parece que estamos en mitad de una verbena de pueblo.
Las sombras se proyectan alargadas bamboleándose al compás de las llamas, sobre el monótono cri-cri de los grillos resalta el canturreo melancólico de un borracho y puedo distinguir, inoportunamente atentos, a los dos centinelas holandeses que vienen y van sobre el adarve como muñequitos de un reloj. Puntuales.

El acero sucio de sus petos resalta contra el brillo terrorífico de las moharras. Cada vez que se cruzan el uno con el otro, se dicen algo, la brisa trae hasta mi sus voces apagadas:

- Ya queda menos para el relevo, compañero...- o algo así se estarán diciendo.

No saben lo que se les viene encima... Si resulta, claro.

Dos grupos, uno por centinela. Sencillo. 
Intentar no llamar su atención y, usando dos viejas ballestas, acabar con ellos antes de que puedan dar la voz de al arma. 
Luego escalar los muros y clavar aquellos malditos cañones que nos están haciendo pedazos.

Se detiene el tiempo, la respiración se hace lenta y pesada, la piel empapada y fría se pega al jubón mientras las camisas, sucias y raídas, que llevamos sobre la coraza, bailotean con la brisa de la madrugada.

De repente el saetazo silba en la noche. 
Un instante de silencio y luego el sonido del bulto holandés cayendo al suelo. Inerte. 
O eso esperamos, que el hideputa y su compadre, estén ya camino de su cielo hereje.

El clinc-clinc metálico del gancho contra la piedra del muro resuena en mis tripas como si fuesen los campanazos de la Catedral de Burgos.
Algo más allá los del segundo grupo ya se encaraman sobre el adarve. Los veo doblarse sobre el muro intentando que no se recorte demasiado su silueta contra la línea del horizonte.

Estamos dentro. Espectros que, en completo silencio, nos desparramamos por el campamento enemigo.
A los centinelas que nos vamos encontrando o al desgraciado que ha salido a mear, lo degollamos sin piedad y sin hacer ruido.

¡Tactacactactac...!

Clavamos los primeros cañones. 
El amanecer rompe el horizonte con destellos anaranjados y la claridad empieza a ganar la batalla diaria contra la oscuridad.
Todo parece en calma. 
Parece, porque en una encamisada sabes como empiezas pero nunca como acabas.

De improviso el arcabuzazo rompe el aire provocando que, de un árbol cercano, vuelen espantados una bandada de pájaros que tenían allí su dormitorio.
Los gritos en holandés inundan el campamento.

- Estamos jodidos, malagueño... - me reprocha uno de mis hombres.

- Peor están aquellos...- le respondo señalando con el mentón a los del segundo grupo que, rodeados de enemigos, se baten como leones a espada y daga.
Han formado un pequeño cuadro y venden muy caro su pellejo.

Pronto los harán pedazos con los arcabuces y las picas.

Confirmando mis temores un par de pelotas de plomo nos buscan y zurean por encima de nuestras cabezas.
Un grupo de coseletes enemigos avanza hacia nosotros.
Todo el campamento holandés bulle de actividad.
Los gritos de los oficiales logran organizar sus fuerzas, se ilumina todo con antorchas y a los camaradas del segundo grupo los hacen trizas a base, ya lo sabía yo, de moharras y de arcabuces.

En uno de los cañones clavados metemos todo lo que podemos. Un par de balas, sacos y sacos de pólvora, metralla y hasta los clavos que nos han sobrado en la operación.
Una mecha larga nos dará el tiempo necesario para alejarnos sin daño. O eso creo.

Mis hombres me miran hipnotizados. 

-¡Ya está... Vámonos!

Corremos. Corremos como galgos enloquecidos.
Cada paso nos aleja de la muerte y aquello nos da alas.
Corremos como centellas levantando barro flamenco en nuestra carrera, oyendo nuestra respiración entrecortada y con la mirada puesta en el muro que está cada vez más cerca.
Las balas enemigas corretean entre nosotros silbando la canción del tiempo acabado.

De repente: ¡Bang... Paff... Auugg!

Y un camarada, convertido en un bulto desmadejado, resbala sobre el lodo dejando tras de si, una estela rojiza.

Escalo el muro y a mi espalda se desata el infierno.
Un golpetazo de calor quema mi rostro cuando miro. El cañón ha estallado regando el campamento de metralla candente.
Entre las llamaradas se retuercen figuritas negras.

El fuego se extiende por todo el reducto artillero iluminando la mañana y las picas del Tercio que, al otro lado de los muros, se prepara para el asalto definitivo.

El espectáculo impresiona.
Desde el adarve contemplo el poderío de mis camaradas desplegados en compactos cuadros de picas que avanzan hacia el fortín enemigo.

Luego el orgullo inunda mi corazón y la honra mi alma cuando los cuadros que avanzan, al distinguir nuestras camisas sobre los muros, empiezan a gritar y a palotear con las picas en señal de admiración.

Aquellos vítores de mis compatriotas, mientras ardía el campamento holandés a mi espalda, provocan que - este particular que quede entre vuestras mercedes y yo- que algunas lágrimas resbalen por mi rostro curtido para ir a secarse contra la camisa que llevo sobre el peto metálico.
No había mejor lugar para aquellas lágrimas que junto a la sangre y al sudor que ya empapaban aquel viejo trapo.

Fin


Imagen: Piquero siglo XVI. Óleo de A. Ferrer Dalmau

























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